La Semana Santa me pone en comunicación con mi abuela a través de las torrijas, suele regalarme una escenografía inquietante de poderosos aromas y sabores. Cuando termina la jornada de trabajo y me dejo llevar por los recuerdos, aparecen por mi memoria el congrio  intenso, brisas de incienso danzando al ritmo que marcan las espinacas, y casi siempre, sin darse cuenta, todos ellos son observados por un celoso bacalao que suele terminar en la cama montándoselo con los apuestos garbanzos. ¿Lujuria gastronómica en tiempo de Cuaresma?

La alacena de la abuela

Por encima de cualquier perfume cuaresmal, sobresaliendo desde su humilde procedencia, me relamo con los efluvios de las seductoras torrijas, de leche o vino, pero de aquellas que hacía mi abuela. Las de vino duraban más y nos las solíamos comer más tarde. A mí me sabían raras. Cosas del paladar infantil. Pero disfrutaba observando esas rebanadas de pan en agua, con su puñado de sal y dispuestas a ser bañadas en vino dulce de Cariñena, para a continuación ser rebozadas con el huevo, la harina, y listas para saltar a una sartén bien regada por su imprescindible Aceite de Oliva del Bajo Aragón, oro líquido que le viene que ni pintado a estas fechas de rompidas, bombos, y procesiones.

La Cuaresma, ese tiempo litúrgico que condicionó tantísimo la gastronomía española hasta finales del siglo veinte, o más, siempre me ha parecido un formidable invento. Desde 1966 el ayuno y la abstinencia durante la Cuaresma son solo obligatorios el miércoles de ceniza y el viernes Santo. No obstante, me quedo con su esencia. Lo que conserva latente. El calendario cristiano la inventó pensando en sustentar una actitud espiritual fortalecida y aceptable antes de llegar a Pascua. Pero también brindaba la oportunidad de desarrollar nuevas, a veces audaces, soluciones culinarias que ampliaban hasta horizontes inimaginables el recetario tradicional de cualquier ama de casa.

Me refiero a las deliciosas recetas de la gastronomía de Cuaresma. Las rebanadas de pan de mi abuela Maruja, los trozos que sobraban de las comidas de vigilia, y pasaban a ser una presencia benévola que siempre anunciaba su origen gracias al intenso perfume a canela que recorría su casa. No lo podías remediar.  Te atraía, poseído por una fuerza inimaginable,  hasta su cocina. Entre cachivaches de acero y latón, abría la puerta, me agarraba a sus faltas y delantal, y miraba hacia arriba, con la boca semiabierta, esperando el descenso casi místico de aquel manjar inexplicable, tras ser rebozado en huevo y suspiros, después de pasar por la sartén y sumergirse en el aceite que la transmutaba en algo ascético, que te podía hacer levitar. No es una exageración. Algún miembro de la familia levitó sin pretenderlo mientras saboreaba una de aquellas torrijas.

En la actualidad, como demuestran las jornadas impulsadas por la Asociación de Restaurantes de Zaragoza, “Gastropasión”, las torrijas pueden estar rellenas de “manzanas caramelizadas”, como proponen los propietarios del restaurante Un-Castello, en la preciosa localidad de Uncastillo; o aparecen en forma de “Torrija de berenjena con queso y hummus al aceite de pimentón”, de la mano de los chicos del Son de Luz, en Zaragoza.

Mi abuela calentaba la leche con la canela y el azúcar, bien caliente pero sin hervir, para regar con el mejunje el pan que debería esperar casi una hora antes de pasar a ser rebozado. Y después a freír sin calcinarlas. El resto era cosa mía, mi misión era espolvorear con azúcar y canela.

Desconozco si nuestras abuelas, bisabuelas, y sus correspondientes antepasados, se purificaron en el transcurso de incontables horas de trabajo en las que la carne desaparecía, fulminada por mandato divino, y la imaginación tenía que duplicar los esfuerzos acostumbrados por la precariedad de la despensa. Lo que sí tengo claro es que ahora la Semana Santa tiene iluminación led y se ha convertido en un parque temático lleno de propuestas de distintos pelajes. Unos se marchan a apurar las últimas jornadas de esquí de la temporada, mientras que otros se tuestan al sol de una playa con aroma a sardinas a la brasa y bronceador de coco, que también es gastronomía.

Foto: La alacena de la abuela.